En la primera mitad de la década de los años sesenta del siglo pasado —cuando el autor de este artículo cursaba sus estudios médicos clínicos en la entonces llamada Universidad Peruana de Ciencias Médicas y Biológicas, de reciente fundación— el complejo sintomático caracterizado por aumento en la actividad motriz, deficiente capacidad para atender, dificultades en el aprendizaje escolar y problemas en la conducta, que había sido conocido en el mundo académico como Daño Cerebral, y luego como Daño Cerebral Mínimo, acababa de ser rebautizado como Disfunción Cerebral Mínima (DCM) en un artículo y una monografía aparecidos casi simultáneamente (1,2). El tratamiento se hacía con anfetaminas e intervenciones psicoeducativas.
En nuestro país prevalecía desde hacía una década el diagnóstico de disritmia, término que además de ser usado como eufemismo de epilepsia englobaba un abanico de problemas que iban desde la malacrianza hasta el retardo mental (la DCM estaba en medio de ellos); el hilo conductor de dicho diagnóstico era la presencia de anormalidades —más imaginarias que reales— en el electroencefalograma. La disritmia era diagnosticada por neurólogos, neurocirujanos y psiquiatras, y los medicamentos usados eran los anticonvulsivos y diversos fármacos anodinos que han ido variando en el curso de los años, al reconocerse su ineficacia.
Durante mi residentado en neurología y neuropediatría en la Universidad de Rochester, en los EEUU, a fines de los sesentas y comienzo de los setentas, la DCM era un diagnóstico frecuente en niños y el tratamiento se hacía con dextroanfetamina y también con metilfenidato. A mi regreso al Perú, me encontré nuevamente con el diagnóstico de disritmia, al que le declaré la guerra; en el Congreso Peruano de Psiquiatría, Neurología y Neurocirugía del año 1974 dejé sentada mi posición sobre la falta de validez de dicho diagnóstico.
La Disfunción Cerebral Mínima tuvo vigencia durante más de dos décadas, habiendo sido de mucha utilidad en el reconocimiento y tratamiento de los problemas mencionados en el segundo párrafo; los criterios diagnósticos, sin embargo, eran menos precisos que los utilizados actualmente y se hacía énfasis en la presencia —aunque no indispensable— de la hiperactividad como parte del cuadro clínico y en la frecuente presencia de los llamados signos neurológicos leves o blandos.
Por lo menos en nuestro medio, el electroencefalograma solía ser solicitado habitualmente, como rezago del concepto de disritmia, y a menudo era exigido por los padres. El valor práctico de dicho examen —siempre y cuando lo efectuara un especialista con experiencia y prudencia en la interpretación del EEG en niños— era que hacía más fácil convencer a los padres de que no había nada convulsivo de por medio y que se podía proceder al tratamiento con metilfenidato, que ya se había convertido en el medicamento de elección; también permitía disipar los temores de que dicho medicamento pudiera desencadenar convulsiones, idea que aún existía en esa época.
Desde 1980, a partir del DSM III (3), el diagnóstico de Trastorno por Déficit de Atención (TDA) fue reemplazando gradualmente al de Disfunción Cerebral Mínima; desde la aparición del DSM IV en 1994 (4) se le denomina Trastorno por Déficit de Atención con Hiperactividad (TDAH), que al permitir el diagnóstico aun en ausencia de alguno de sus dos componentes (déficit de atención e hiperactividad-impulsividad) hace más fácil el reconocimiento y tratamiento de sus tres tipos (combinado, a predominio de déficit de atención y a predominio de hiperactividad-impulsividad).
El diagnóstico del TDAH es un procedimiento relativamente sencillo —en la mayor parte de los casos— para un médico experto, a quien le bastan la historia clínica y la ayuda de los criterios diagnósticos del DSM IV. La gran frecuencia de trastornos comórbidos, especialmente problemas conductuales, problemas de aprendizaje, depresión y ansiedad, puede complicar el diagnóstico y el manejo. La alta prevalencia del TDAH (del 5 al 10% de los niños y del 3 al 6% de los adultos) y la manera cómo afecta a corto, mediano y largo plazo a quien lo tiene, como son las dificultades escolares que pueden llevar al abandono de los estudios; serios problemas familiares y sociales; significativo riesgo de drogadicción y aun de delincuencia; marcada dificultad o aun imposibilidad de seguir estudios universitarios; dificultad o imposibilidad de conservar un trabajo; problemas para mantener una familia y para la vida en pareja, etc.; hacen necesario un diagnóstico lo más temprano posible y un manejo adecuado.
El tratamiento medicamentoso es la modalidad terapéutica de efectividad más demostrada, y de acuerdo a los conocimientos actuales no tiene sentido prescindir de él; es indispensable un seguimiento adecuado y una continuidad en el tratamiento mientras persistan los síntomas y las dificultades. Los trastornos comórbidos hacen recomendable que la medicación vaya acompañada de alguna terapia o intervención, como la terapia conductual; el coaching; la terapia de aprendizaje o alguna tutoría; la educación a los padres mediante lecturas, charlas o talleres, etc.
Salvo en casos de gran severidad, con alto grado de hiperactividad e impulsividad, los primeros síntomas del TDAH no suelen reconocerse hasta los primeros años de colegio y el diagnóstico y tratamiento correctos suelen demorar de uno a varios años. No es raro que los profesores o psicólogos escolares atribuyan las dificultades a problemas familiares, emocionales, a poca motivación, etc.; cuando el diagnóstico finalmente se efectúa, no es raro que se opongan al tratamiento medicamentoso, diciendo que no es tan severo el problema como para justificarlo, o que la medicación es peligrosa. A menudo suelen recomendar prolongadas psicoterapias o las llamadas terapias de atención y concentración, que usualmente a nada conducen, a menos que sean efectuadas por un terapeuta o terapista carismático.
Cuando finalmente se llega al diagnóstico y se plantea el tratamiento más efectivo —o sea con un medicamento estimulante, que en nuestro medio es el metilfenidato— con frecuencia los padres se oponen a la medicación por información o por consejos errados; hay que dedicar mucho tiempo de la consulta a disipar sus temores, cosa que no siempre se logra. Otras veces los padres aceptan el tratamiento, pero cuando se enteran de que el recetario que se utiliza para comprarlo es el mismo que para la morfina, y constatan todas las trabas que ponen en la farmacia para la venta, y que son mirados por los empleados o por el farmacéutico como presuntos drogadictos, desisten del tratamiento.
Una última causa que voy a mencionar, para que el tratamiento no se efectúe o no se haga de la manera correcta, es la necesidad de que el niño tome la segunda de las tres dosis diarias en el colegio, pues en nuestro medio no existe el metilfenidato de liberación lenta; el laboratorio farmacéutico que tiene este medicamento de 8 horas de duración, mediante microgránulos, no muestra interés en comercializarlo en nuestro país. El preparado de 12 horas de duración mediante el sistema OROS, de otro laboratorio, aún no obtiene la autorización del Ministerio de Salud, luego de varios meses de haberla solicitado, a pesar de que el metilfenidato se vende en el país desde hace mas de 40 años, y el sistema OROS, utilizado por otro medicamento, se utiliza en nuestro medio desde hace más de 10 años.